Educación sentimental para la niña de tus ojos

Giorgio Manganelli. Centuria


Giorgio Manganelli. Centuria


OCHENTA Y TRES

Los dos amigos están unidos por una singular forma de complicidad: el primero cree que es un maníaco sexual, el segundo que está aquejado de manía homicida. Esa condición, que en sí misma resulta cualquier cosa menos aburrida, se complica por el hecho de que ambos se consideran unos estetas y por tanto unos contempladores de su propia manía. Se desprende de ahí que el maníaco sexual es de una singular castidad, y el maníaco homicida de una innatural pero elegante dulzura. En efecto, cada uno de los dos ha delegado en el otro la tarea de perseguir la propia manía: por lo que le corresponde al maníaco sexual satisfacer la manía homicida del amigo, y al maníaco homicida vivir la manía sexual del compañero. Naturalmente, el maníaco homicida, en el papel de maníaco sexual, es de una inepcia total, cosa que el amigo sabe perfectamente; de idéntica manera, el maníaco sexual no sería capaz de realizar el más modesto y obvio de los homicidios.
Por consiguiente, han decidido confiar el uno en el otro: el maníaco sexual le pide al maníaco homicida que realice alguna salvajada, y él consiente; al cabo de veinticuatro horas pasa a informar, relatando estupros, orgías, jovencitas humilladas: naturalmente él no ha hecho nada de todo eso, la mera idea le horroriza, y si viera una dama amenazada por un bruto correría en su defensa, como un antiguo caballero; pero por el afecto que le une al amigo, está dispuesto a fingirse abyecto delincuente; a cambio, uno de los próximos días el maníaco sexual le describirá minuciosamente un terrible e ingenioso delito, realizado en circunstancias tan sutiles e imaginativas, además de improbables, que no aparecerá en ningún diario, si no es con años de retraso. De este modo, el maníaco homicida pasa algunos días de absoluta alegría, y da limosnas a los pobres y dones a la parroquia, en agradecimiento por haber encontrado un amigo tan querido. En realidad; cada uno de ellos sabe que el amigo es totalmente inocente, pero se da cuenta de que una amistad entre dos inocentes no resultaría adecuada a los abismos de su alma; por consiguiente ambos han decidido, en secreto, que cada uno de los dos será el alma negra del otro, ya que sólo de este modo podrán cultivar una delicada, solícita y atenta amistad.


VEINTISIETE

Un señor que poseía un caballo de excepcional elegancia, una mansión fortificada, tres criados y una viña, creyó entender, por la manera como se habían dispuesto los cirros en torno al sol, que debía abandonar Cornualles, en donde siempre había vivido, y dirigirse a Roma, en donde, suponía, tendría ocasión de hablar con el Emperador. No era un mitómano ni un aventurero, pero aquellos cirros le hacían pensar. No empleó más de tres días en los preparativos, escribió una vaga carta a su hermana, otra todavía más vaga a una mujer que, por puro ocio, había pensado en pedir por esposa, ofreció un sacrificio a los dioses y partió, una mañana fría y despejada. Atravesó el canal que separa la Galia de Cornualles y no tardó en encontrarse en una zona llena de bosques, sin ningún camino; el cielo estaba agitado y él con frecuencia buscaba abrigo, con su caballo, en grutas que no mostraban rastros de presencia humana. El día decimosegundo encontró en un vado un esqueleto de hombre, con una flecha entre las costillas: cuando lo tocó, se pulverizó, y la flecha rodó entre los guijarros con un tintineo metálico. Al cabo de un mes encontró una miserable aldea, habitada por aldeanos cuya lengua no entendía. Le pareció que le prevenían de alguna cosa. Tres días después encontró un gigante, de rostro obtuso y tres ojos. Le salvó el velocísimo caballo y permaneció oculto durante una semana en una selva en la que no penetraría jamás ningún gigante. Al segundo mes cruzó un país de poblados elegantes, ciudades llenas de gente, ruidosos mercados; encontró hombres de su misma tierra, supo que una secreta tristeza arruinaba aquella región, corroída por una lenta pestilencia. Cruzó los Alpes, comió lasagna en Mutina y bebió vino espumoso. A mediados del tercer mes llegó a Roma. Le pareció admirable, sin saber cuánto había decaído los últimos diez años. Se hablaba de peste, de envenenamientos, de emperadores viles o feroces, cuando no ambas cosas a un tiempo. Puesto que había llegado a Roma, intentó vivir allí al menos un año; enseñaba el córnico, practicaba esgrima, hacía dibujos exóticos para uso de los picapedreros imperiales. En la arena mató un toro y fue observado por un oficial de la corte. Un día encontró al Emperador que, confundiéndolo con otro, lo miró con odio. Tres días después el Emperador fue despedazado y el gentilhombre de Cornualles aclamado emperador. Pero no era feliz. Siempre se preguntaba qué habían querido decirle aquellos cirros. ¿Los había entendido mal? Estaba meditabundo y atormentado; se tranquilizó el día en que el oficial de la corte apuntó la espada contra su garganta.


de Centuria
Giorgio Manganelli

No hay comentarios :

Publicar un comentario

ir arriba