JuevesCuando Reginald Iolanthe Perrin se dispuso a salir para el trabajo aquella mañana de jueves, no entraba en sus planes llamar hipopótamo a su suegra. Nada más lejos de su pensamiento.
Una vez en el porche de su blanca casa neogeorgiana, besó a su mujer Elizabeth, que le quitó una mota de algodón de la chaqueta y le tendió el maletín de cuero negro, con sus iniciales grabadas en dorado: «R. I. P.».
—Se te ha bajado la cremallera —le dijo en un susurro su mujer, aunque no había nadie más que pudiese oírla.
—No tiene mucho sentido que se baje en estos días —dijo él mientras procedía a hacer el ajuste necesario.
—Deja de darle importancia. No es más que esta ola de calor.
Se quedó mirando a su marido mientras este recorría el caminillo del jardín. Era un hombre alto, uno ochenta y poco, cargado de espaldas y con pies valgos. Tenía el cuerpo recubierto de vello, tanto que en el colegio le apodaban Felpudo Coco.
Andaba algo encorvado, con el cuerpo echado hacia delante en su desvelo por no perder el de las 8.16. Tenía cuarenta y seis años.
Los vencejos jugaban al pilla-pilla en lo alto del cielo despejado de junio. Los Rover 2000 se deslizaban suavemente por las salidas de las cocheras de las falsas casas tudor y las falsas casas georgianas, y a ambos lados de la calle había cercas blancas que marcaban la entrada a cada propiedad.
Reggie llegó al final de Coleridge Close, dobló primero a la derecha por Tennyson Avenue y luego a la izquierda por Wordsworth Drive, y atajó por el pasaje arbolado que desembocaba en la calle de la estación. Sentía que se le avecinaba una jaqueca horrible y le pesaban las piernas más de lo normal.
Se detuvo en su puesto habitual en el andén, delante de la puerta con el cartel de «Teléfono de Emergencia». Peter Cartwright se le unió. Había un maletero antillano cuidando de los arriates del jardín de la estación.
El recuento de polen estaba alto y a Peter Cartwright le entró un fuerte ataque de estornudos. Como no encontraba ningún pañuelo, no tuvo más remedio que rodear el baño de caballeros y, junto a los cubos de arena de los bomberos, sonarse la nariz con el suplemento especial del Guardian dedicado a Rodesia; al cabo, hizo una pelota con él y lo tiró en una papelera verde.
—Lo siento —dijo al volver con Reggie—. A Ursula se le ha olvidado meterme los pañuelos...
Reggie le prestó el suyo. El de las 8.16 llegó con cinco minutos de retraso. Reggie retrocedió al verlo entrar en la estación por miedo a acabar bajo el tren. Ambos consiguieron sitio. Aquel material rodante estaba al borde de su vida útil, y a Reggie le había tocado un asiento sobre una rueda. El tembleque
consiguiente le bajó los calcetines hasta los tobillos y dificultó la solución legible de su crucigrama.
Poco después de pasar Surbiton, a Peter Cartwright le sobrevino otro ataque de estornudos, así que se sonó la nariz con el pañuelo de Reggie, que tenía bordadas las iniciales «R. I. P.».
—Listo... —anunció Peter Cartwright cuando rellenó las últimas casillas al paso traqueteante del tren por Raynes Park.
—Yo me he quedado atascado en la esquina superior izquierda —repuso Reggie—. La verdad es que no conozco a ningún poeta boliviano...
El tren llegó a Waterloo con once minutos de retraso. Los altavoces anunciaron que había sido debido a «complicaciones de personal en Hampton Wick».
Las oficinas centrales de Postres Lucisol eran un bloque informe de cinco plantas que se alzaba junto a la orilla sur del río, lindando con las vías del tren. El hormigón exterior estaba cubierto de manchas de suciedad y de humedades. El reloj de encima de la entrada principal llevaba parado en las cuatro menos catorce desde el año 1967; por la noche, cada medio minuto, un letrero de neón proyectaba su mensaje rojo sobre el río: «Post es Luci ol».
Conforme se acercaba a las puertas de cristal del edificio, le fue recorriendo un escalofrío. El vestíbulo estaba repleto de plantas de plástico colgantes y de sillones de cuero cuarteado. Sonrió a la recepcionista, que le miró con cara de aburrimiento.
El ascensor volvía a estar averiado y tuvo que subir a pie los tres tramos de escaleras que le separaban de su despacho. A punto estuvo de caerse al resbalar en el descansillo de la segunda planta. Siempre había sido bastante torpe: en el colegio, cuando no era Felpudo Coco, era Pato Patoso.
Atravesó la alfombra verde deshilachada de la oficina abierta de la tercera planta, dejando atrás a las secretarias en sus escritorios.
Su despacho tenía ventanas a ambos lados, lo que le proporcionaba una gran panorámica sobre las naves ennegrecidas y las arcadas del tren. El resto de paredes lo ocupaban archivadores y más archivadores verdes. En el tabique junto a la puerta habían clavado un tablón que estaba cubierto de notas, postales de vacaciones y un calendario cortesía de un restaurante chino de Weybridge.
Hizo pasar a Joan Greengross, su leal secretaria. La mujer tenía un cuerpo espigado y un busto generoso, y, cuando cruzaba las piernas, se le ponían blancas las rodillas. Llevaba ocho años trabajando para él... y en todos esos años jamás la había besado. Todos los veranos ella le enviaba una postal desde Shanklin, un pueblecito de la isla de Wight donde pasaba las vacaciones; todos los veranos él le mandaba a ella otra desde Pembrokeshire.
—¿Cómo estamos hoy, Joan? —le preguntó. —Bien.
—Estupendo. Bonito vestido, ¿es nuevo? —Lo tengo desde hace tres años...
—Ah.
Reggie, nervioso, se puso a ordenar unos papeles que había sobre la mesa.
—Veamos —dijo, y al punto el lápiz de Joan se posó sobre la libreta—. Veamos.
Miró por la ventana a la calle mugrienta y bañada por el sol. No se sentía capaz de empezar, no se veía con energías para meterse en faena.
—A la atención de G. F. Maynard, granja Randalls, Nether Somerby —arrancó por fin, aunque tenía la mente puesta en otra granja, una de sembrados dorados que había conocido en su juventud—. Le agradezco su carta del día siete del presente. Siento profundamente que le resulte un inconveniente el cambio a la escala Metzinger. Permítame, sin embargo, asegurarle que muchos de nuestros proveedores han comprendido que la nueva escala es el método más realista para clasificar las ciruelas, tanto las damascenas como las claudias. Con la llegada..., no, con el advenimiento de la conversión al sistema métrico, estoy convencido de que, a la larga, no se arrepentirá usted...
Acabó esa carta, dictó otras cuantas, más tediosas aún que la primera, y siguió empeñado en no dedicarle un solo pensamiento a la posibilidad de llamar hipopótamo a su suegra.
Le recorrió otro escalofrío. Se trataba de una especie de augurio pero no supo reconocerlo como tal; pensó que tal vez estuviese cogiendo la típica gripe veraniega.
—Tiene cita a las once con C. J. —le informó Joan—. Ah, y la cremallera bajada.
A las once en punto se personó en la antesala del despacho de C. J., en la segunda planta. A C. J. no se le hacía esperar.
—Le está esperando —le informó Marion.
Reggie entró al sanctasanctórum de C. J., una habitación grande cubierta con moqueta amarilla y con dos alfombrillas rojas circulares: el amarillo y el rojo eran los colores que simbolizaban Postres Lucisol y todo lo que representaba la marca. Al fondo, frente a la enorme ventana, se apiñaban unos cuantos muebles. Y allí, enmarcado por la cristalera, estaba C. J. en su silla giratoria y su mesa de palisandro; justo enfrente se alineaban tres embarazosos sillones de goma, mientras que de las paredes amarillas colgaban tres cuadros: un Francis Bacon, un John Bratby y una fotografía de C. J. blandiendo la mousse de limón con la que habían ganado en 1963 el segundo premio del Concours des Desserts de París en la categoría de Alimentos Precocinados. La ventana dominaba unas bonitas vistas del Támesis, con las Casas del Parlamento a lo lejos, hacia el este.
El joven Tony Webster ya estaba allí, instalado en uno de los sillones neumáticos. Cuando Reggie se sentó a su lado, el sillón suspiró levemente; el asiento, por lo demás, se hundía hacia atrás y carecía de reposabrazos: en suma, no podía ser más incómodo.
David Harris-Jones entró tras él, sin aliento. Era alto y andaba como si creyera que en cualquier momento le iba a salir al paso una viga baja.
—Perdón, llego..., bueno, no es tarde del todo, aunque... hum... tampoco es temprano.
—¡Siéntate! —le ladró C. J.
Al acomodarse, el sillón dejó escapar una ligera pedorreta. —¡Bien! —comenzó C. J.—. Veamos, caballeros, quiero
todos los puestos en zafarrancho de combate con el proyecto de los helados exóticos. Pigeon ha hecho un informe bastante favorable.
—Estupendo —dijo el joven Tony Webster con su acento sin marca de clase.
—Ideal —dijo David Harris-Jones, que había ido a un colegio privado de poca monta.
Esther Pigeon había realizado un estudio de mercado sobre la viabilidad de vender helados exóticos con sabores de frutas orientales. Una pelusilla le cubría las piernas así como el labio superior.
Reggie sacudió la cabeza de repente, en un intento por olvidarse de la pelusilla de la señorita Pigeon y concentrarse en el trabajo que tenían entre manos.
—¿Qué? —quiso saber C. J. al verle menear la cabeza. —Nada, C. J. —repuso Reggie.
Su jefe le penetró con la mirada.
—Esto tiene toda la pinta de ser un caballo ganador. No
habría llegado adonde estoy hoy si no supiera reconocer un caballo ganador cuando lo veo.
—Estupendo —dijo el joven Tony Webster.
—Así que lo siguiente que tenemos que hacer es decidir los sabores de una vez por todas —prosiguió C. J.
—Maurice Harcourt ha organizado una degustación para esta tarde. Será a las dos y media —le informó Reggie—. He fichado a unos treinta participantes.
Cuando Tony Webster y David Harris-Jones se hubieron marchado C. J. le pidió a Reggie que se quedase.
—¿Un puro?
Reggie cogió uno y C. J. se arrellanó en su silla: aquello no presagiaba nada bueno.
—El joven Tony es un buen chaval. Vaya que sí —comentó el jefe.
—Sí, C. J.
—Le estoy preparando.
—Sí, C. J.
—Este proyecto de los helados exóticos es de lo más estimulante.
—Sí, C. J.
—¿Te importa si te hago una pregunta personal? —Depende de la pregunta.
—Lo cierto es que es bastante personal... —C. J. dirigió la luz apagada del flexo de su escritorio hacia la cara de Reggie, 13 como si aun así pudiese deslumbrarle—. Dime, ¿estás perdiendo el empuje?
—No, C. J. —repuso Reggie—, no lo estoy perdiendo.
—Me alegro de que sea así. ¡La nuestra no es de esas horribles empresas que creen que después de los cuarenta y seis un hombre ya no vale para nada!
Antes de comer Reggie fue a ver al doctor Morrissey al dispensario que tenía en la planta baja, junto a la sala de esparcimiento.
C. J. había dotado a Postres Lucisol con todo lo que él consideraba que debía tener una empresa de primera fila: había puesto una sala de esparcimiento, con su diana de dardos y su mesa de pimpón de tres cuartos; la había dotado con unas instalaciones deportivas en Chigwell, que compartían con los empleados del Banco Nacional de Japón (aunque no era culpa suya que el campo de críquet se lo hubiesen cargado los topos); la había dotado con una compañía de teatro aficionado, que había representado obras de autores tan diversos de espíritu como Shaw, Ibsen, Rattigan, Coward o Briggs, el del departamento de Envíos; y también la había dotado con el doctor Morrissey.
El médico era un hombrecillo marchito cuya cara estaba repleta de pliegues de piel sobrante. No importaba qué enfermedad tuviese uno: él siempre la tenía peor.
—Me siento las piernas muy pesadas —le comentó Reggie—. Y me dan escalofríos cada dos por tres. Creo que voy a caer con la gripe veraniega.
Las paredes estaban decoradas con láminas que representaban partes del cuerpo humano. Morrissey le metió un termómetro en la boca a Reggie.
—¿Qué tal Elizabeth? ¿Bien?
—Buy bien —respondió Reggie, termómetro en boca. —No hables —le pidió el médico—. ¿Movimientos intestinales regulares?
Reggie asintió.
—¿Y cómo le va al chaval?
Reggie apuntó hacia abajo con el pulgar.
—Es un oficio muy duro, el de las tablas. Tendría que hacer como su padre, y ceñirse al teatro aficionado —comentó Morrissey.
Reggie era uno de los baluartes de la compañía dramática de Lucisol; una vez interpretó a Otelo, con Edna Meadowes, de Empaquetado, en el papel de Desdémona.
—¿Dolor en el pecho?
Reggie sacudió la cabeza.
—¿Dónde tenéis pensado ir de vacaciones este año?
Reggie intentó responder Pembrokeshire por mímica. Morrissey le sacó el termómetro.
—Pembrokeshire —pudo decir por fin.
—No tienes fiebre.
El médico pasó a examinarle los ojos, la lengua, el pecho y los reflejos.
—¿Te has notado últimamente desganado, flojo? ¿Te cuesta concentrarte? ¿Has perdido la ilusión por vivir? ¿Jaquecas continuas? ¿Te duermes viendo Play for Today? ¿Ya no consigues terminar el crucigrama igual de rápido que antes? ¿Mal sabor de boca matutino? ¿No paras de pensar en atletas desnudas?
Reggie se emocionó: ¡eran justo los síntomas que él tenía! La gente decía que el doctor Morrissey no era bueno, que te daba dos aspirinas y te mandaba a casa, pero no era así: aquel hombrecillo estaba hecho todo un taumaturgo.
—Sí, así es, eso es justo lo que vengo notando...
—Qué curioso, a mí también me pasa. Me pregunto qué será... —concluyó el médico antes de darle a Reggie dos aspirinas.
Maurice Harcourt organizó una degustación de helados estupenda. A nadie de la sede central le gustaba ir a Acton; odiaban la fábrica, con esa fachada desconchada y pintada de verde y crema, a medio camino entre el cine Odeon y una estación de autobuses de Alemania Oriental. Aquella fábrica les recordaba a todos que en la empresa no solo se hacían planes y se tomaban decisiones, sino también gelatina y arroz con leche; les recordaba que poseían una pequeña flota de camiones rojo chillón con un letrero pintado con letras amarillas en ambos costados que rezaba: «Prueba los flanes Lucisol: ¡son flan-tásticos!»; y les recordaba también que C. J. había comprado incluso otros dos camiones con remolques en forma de molde de gelatina. Acton era un lugar vulgar y polvoriento, pero todo el mundo coincidió en que Maurice Harcourt había organizado una degustación de helados estupenda.
Reggie había invitado a una muestra bastante representativa de paladares. En un extremo del salón de actos de la primera planta, sobre una mesa larga habían dispuesto dieciocho envases grandes, cada uno con un sabor distinto de helado. A todos los asistentes se les había dado una tarjeta con el nombre de los dieciocho sabores y seis columnas al lado: Sabor, Originalidad, Textura, Atractivo para el consumidor, Aspecto y Comentarios. El sol brillaba sobre sus cabezas mientras se afanaban en la labor.
—El de piña es demasiado empalagoso, querido —comentó Davina Letts-Wilkinson, que tenía cuarenta y ocho años, el pelo cano teñido de color plata, la cara surcada de arrugas y las piernas más soberbias de la industria de la comida preparada.
—Pues apúntalo —le dijo Reggie.
—Me gusta el de mango —opinó Tim Parker, de la sección de Flanes.
Tony Webster estaba concentradísimo rellenando su tarjeta, y otro tanto hacía David Harris-Jones.
—Este de lima está de muerte —comentó Ron Napier, representante de las papilas gustativas de los chicos del departamento de Transportes.
—Escríbelo todo —le sugirió Reggie.
Davina no paraba de seguirle por toda la sala, y Reggie sabía que Joan Greengross no les quitaba ojo de encima. Tanto helado le estaba poniendo malo, el cerebro le palpitaba en la cabeza y las piernas le pesaban como el plomo.
—¿No es sensacional? —comentó David Harris-Jones. —Sí —se limitó a responder Reggie.
—Un lichi con mucho buqué —dijo Colin Edmundes, de
Admin., cuya fama de ingenioso estaba completamente basada en la adaptación de ocurrencias ya existentes—. Aunque creo que su acidez no está hecha para todos los paladares.
Reggie se acercó a Joan a fin de establecer contacto y que esta no le creyese interesado exclusivamente en las piernas de Davina Letts-Wilkinson.
—¿Te lo estás pasando bien?
—Al menos es un cambio.
—Bonito vestido. ¿Es nuevo?
—Me ha preguntado eso mismo esta mañana.
Tim Parker se había llevado a Jenny Costain a París. Owen
Lewis, de Tartas, había emborrachado a Sandra Gostelow en la fiesta de la oficina y la había obligado a ponerse un chubasquero amarillo antes de hacerlo con ella. Mientras tanto,
Reggie ni tan siquiera había besado a Joan, que estaba casada y tenía tres hijos; igual que él, que tenía una esposa maravillosa: Elizabeth era una joya, y todo el mundo lo sabía.
Reggie sonrió a Maurice Harcourt y lamió su sorpresa de kumquat sin mucho entusiasmo.
—Perdonadme —se excusó.
Se apresuró a salir y lo echó todo en el baño de señoras; no le dio tiempo ni de llegar al de caballeros.
Estaban volviendo a la sede en el autobús rojo resplandeciente de catorce plazas de la empresa. El embrague patinaba un poco. Davina estaba sentada al lado de Reggie, y tenían a Joan detrás. Davina le cogió de la mano y le dijo:
—Ha sido una tarde increíble. ¡Pero qué pillo estás hecho! —Tenía la mano pegajosa, y Reggie notó que estaba sudando.
A las cinco y media recalaron en Las Plumas. La pared estaba decorada con un papel pintado de cuadros escoceses descoloridos, mientras que una alfombra con los mismos y descoloridos cuadros escoceses cumplía una función similar en lo tocante al suelo. Reggie seguía con algunas náuseas.
La pandilla de Lucisol estaba de un humor excelente aquella tarde. David Harris-Jones se tomó tres vasitos de jerez y Davina no se despegó de Reggie. Fumaban mientras discutían sobre temas como el cáncer de pulmón y el alcoholismo. El ligue de Tony Webster llegó; tenía las piernas largas y bebía Bacardi con cola. Owen Lewis contó un par de chistes verdes.
—Perdonad, queridos, pero tengo que dejaros un minuto. Cosas de mujeres... —se excusó Davina.
En su ausencia, Owen Lewis le guiñó un ojo a Reggie y le dijo:
—Vaya, a esa la tienes en el bote.
—Reggie, te has dejado bajado algo que no hay que tener bajado —le sopló Colin Edmundes.
Reggie se subió la cremallera y se fue con el tiempo justo para coger el tren de las 18.38 que salía de Waterloo.
El tren llegó once minutos tarde debido a un fallo señalético en Vauxhall. Reggie arrastró sus reacias piernas por la calle de la estación, siguió tirando de ellas por Wordsworth Drive, dobló a la derecha por Tennyson Avenue y al cabo a la izquierda por Coleridge Close. En la Urbanización de los Poetas reinaba la calma. Las cercas blancas amedrentaban cualquier trasiego banal e irrelevante y el aire olía a asfalto recalentado. Reggie obligó a su cuerpo exhausto a avanzar por el caminillo del jardín, rosas a la izquierda, rosas a la derecha y casas de un blanco reluciente delante de él. Bajo los aleros había unos cuantos aviones alimentando a sus primeros polluelos. La puerta de la calle se abrió y allí estaba Elizabeth, alta y rubia, con unos pantalones malvas cubriéndole los anchos muslos y una blusa de flores azules sobre el pecho plano.
Se comieron el guiso de hígado con panceta en el jardín de atrás, en el «patio». Al otro lado del césped tenían plantados abedules y pinos. El hígado estaba en su punto.
No hablaron mucho: ambos conocían la opinión del otro sobre todos los temas que uno pudiera imaginar, del fascismo a la pintura emulsionada.
Reggie sabía lo silenciosa que le resultaba la casa a Elizabeth desde que Mark y Linda se habían independizado, y siempre intentaba darle algo de conversación, siempre con la sensación de que se animaría al cabo de un par de minutos, pero nunca era así.
Esa noche tenía la impresión de que les separaba un cristal.
Hacía bochorno y anochecería antes de que llegara a refrescar.
Reggie removió el café indolentemente.
—¿Vamos a ir a casa del hipopótamo el domingo? —preguntó.
—¿A casa de quién? —se extrañó Elizabeth.
—De tu madre, me refiero. Se me ha ocurrido llamarla hipopótamo; para variar un poco.
Elizabeth se le quedó mirando de hito en hito, boquiabierta del asombro.
—No me parece bonito que digas esas cosas.
—Tampoco a mí tener una suegra que parece un hipopótamo.
Esa noche Elizabeth leyó durante más de media hora antes de apagar la luz. Reggie no intentó hacerle el amor: la noche no acompañaba.
Estuvo varias horas sin pegar ojo; tal vez era consciente de que aquello solo había sido el principio.
Primer capitulo de 'Caída y Auge de Reginald Perrin'
David Nobbs
David Nobbs nació en Orpington, en el condado inglés de Kent, en marzo de 1935. A pesar de ser hijo y nieto de profesores, jamás en la vida tuvo siquiera tiempo para pensar en dedicarse a la enseñanza.
Tras hacer el servicio militar en el cuerpo de ferroviarios y convertirse en guardavías, estudió Lenguas Clásicas en Cambridge y comenzó a escribir. Incluso planeó mudarse a Viena (por entonces la ciudad más barata de Europa), alquilar una buhardilla y convertirse en un novelista muerto de hambre. Afortunadamente, le salió al paso la oportunidad de trabajar en un pequeño periódico de Sheffield, donde comenzó una titubeante carrera como reportero. El propio autor afirmaría más tarde que fue probablemente el periodista más pésimo de la historia de Inglaterra. De hecho, dedicaba sus días a beber una pinta tras otra en el pub del barrio y a escribir obras de teatro impublicables. Dotado de una vis cómica a prueba de bombas, pronto empezó a colaborar como guionista para varios programas humorísticos de la BBC. En 1965, cuando vio la luz su primera novela, The Itinerant Lodger, el Daily Telegraph dijo literalmente de ella que «presumiblemente, se trataba de una historia graciosa». El éxito, sin embargo, le llegaría en 1975 con la publicación de Caída y auge de Reginald Perrin, que conocería una secuela en The Return of Reginald Perrin (1977) y en The Better World of Reginald Perrin (1978). El personaje de Reggie Perrin, que se hizo inmortalmente famoso, y que incluso creó escuela entre la nueva generación de autores británicos de los ochenta, sería recuperado en 1995 en The Legacy of Reginald Perrin. Actualmente, David Nobbs vive con su segunda esposa en una bellísima casa sobre las colinas de North Yorkshire. Le sigue encantando descubrir pubs rurales, y es un hincha acérrimo del Hereford United.
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